Siempre, siempre

Apagué la luz. Es de noche y aún estoy en la playa. Soy feliz. Hoy grito que soy dichosa, no como en esos veranos de mi infancia, cuando no lo era. En esos días, las gaviotas no volaban ni los delfines jugaban en el mar. Estaba aturdida, preocupada de no poder soñar con finales de cuentos de hadas, tenía ocho años y me sentía vieja, pero vieja de verdad. Sin fuerzas. 

Los otros niños soñaban con mariposas de colores y soldaditos de plomo, pero yo rezaba todas las noches dos Padre Nuestros y tres Ave Marías con la vehemente esperanza de que mis padres ya no discutiesen y se amaran nuevamente, como en los inviernos de Semana Santa. 

Mamá era la más hermosa de la mamás, pero lloraba a escondidas, en las noches, siempre, siempre. Y yo la oía, yo sentía dolor, un dolor de hija, un dolor de amiga, una amiga de apenas ocho años. «Nunca más, nunca más», gritó ese día mamá, antes de huir para siempre, siempre, siempre...

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