Si no fuera por la luna

Apagué la luz, pero mis ojos no se cerraron, permanecieron abiertos para prolongar el tiempo entre su partida y la llegada del color violeta del amanecer. Me resistía a quedarme dormida, a ver perecer el día y a enfrentarme a otra nueva pesadilla; a olvidar el sabor de su boca, el color de sus ojos y el tacto de sus manos, y a borrar sus huellas dactilares de mi piel. Quería retenerlo, conservarlo en mi memoria y, para no perder la conciencia, me agarré a la luna que, minutos antes, con su cara descarada, lo miraba a él. 

La luz plateada iluminó las revueltas y silenciosas sábanas esparcidas por el suelo y un rayo celeste meció su imponente recuerdo entre mis brazos. No hacía ni un minuto que se había ido y ya añoraba el sabor salado de su cuerpo y el húmedo calor de su presencia. Y mi boca ―¡ay, mi boca!―, satisfecha pero golosa, se hacía agua al rememorar sus besos resbalosos que, como al dulce de leche, anhelaba volver a lamer. Choque de besos, como de trenes, así era nuestro placer. 

Volábamos por el espacio sideral cuando un portazo alertó nuestros sentidos y unos pasos abortaron la cascada de deseos desparramados por doquier. Nos dio tiempo a reaccionar, y mi bello amante, medio desnudo, tuvo que escabullirse velozmente por la ventana...

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