Piel de gallina

Apagué la luz, bajé las persianas y eché las cortinas. Me senté a los pies de la cama a esperarlo. Permanecí inmóvil durante dos o tres minutos, tal vez fueran más. Últimamente pierdo la noción del tiempo, y además hace años que prescindí de los relojes y el teléfono móvil en el dormitorio; el sueño y el amor están reñidos con las prisas y las redes sociales. En cualquier caso, no tardó en acudir a nuestra cita. Se sentó a mi lado y el colchón cedió bajo su peso. Tuve que apoyar mi mano izquierda sobre la colcha para mantener mi espalda erguida. El ritual se cumplía, día tras día, con pequeñas variaciones. A veces se sentaba a mi derecha, en otras ocasiones permanecía frente a mí o paseaba inquieto por la habitación mientras me hablaba. Raras 192 veces ocupaba el centro de la cama. Cuando así ocurría, me desequilibraba completamente y terminábamos tumbados sobre las sábanas. La oscuridad era absoluta; noche cerrada vestida de ceñido silencio. No podía verlo ni oírlo, pero su presencia era incuestionable...

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