LA VIDA DE LOS MUERTOS, Núria Burguillos

Una mañana de 1939, veinte personas fueron asesinadas y enterradas en una fosa común habilitada para la ocasión. No fue un hecho aislado: en todo el país, los fusilamientos se sucedían diariamente desde que la guerra acabó. La noche anterior, obligaron a las víctimas a cavar su propia tumba, las masacraron al filo del amanecer y, con celeridad y ensañamiento, las sepultaron, camuflando la fosa con tierra y vegetación. En pocos minutos, el lugar que ocupaba el hoyo anegado de sangre lució como si allí no hubiera sucedido nada.
Aquel día, Tomás Alba, sepulturero de profesión, recibió la orden de trasladar a una fosa común excavada frente al nicho número 23, el cuerpo de un hombre enterrado desde hacía dos años en un nicho de alquiler; nadie se hacía cargo del recibo y el contrato expiraba, esa fue la justificación. No era extraño, sino una práctica habitual con los desheredados de la Tierra, los que no tenían donde caerse muertos.
Lo espeluznante vino después: en la fosa halló veinte cadáveres acribillados a balazos y un general de los vencedores, gritó:
«¡Haz tu trabajo, miserable, y de esto, chitón!»
Aquel día, el enterrador inició un diario donde narró lo que vio y continuó, año tras año, reflejando en centenares de cuadernillos escritos con su puño y letra, la vida de los muertos. Medio siglo después, fueron rescatados del archivo de la institución por un grupo de jóvenes antropólogos, durante el proceso de una investigación.
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Tras duros años de lucha, clandestinidad, cárcel y persecución, el joven escritor fue abocado al exilio. En su país era imposible publicar sin poner en peligro su vida; no tuvo elección.
«Si me muero, regresaré, aunque sea con los pies por delante» dijo a su familia cuando partió. Al escuchar sus palabras, la más pequeña de sus cuatro hermanas rompió a llorar. No porque entendiera el trasfondo de la conversión sino por el impacto que en su cabeza provocó el verbo morir. Aquellas palabras se grabaron de por vida en su memoria infantil.
El intelectual ejerció como corresponsal en diferentes países del continente americano, hasta que el estallido de la Guerra Civil española removió de nuevo sus entrañas. Se enroló como voluntario en las Brigadas Internacionales y, ya en el país, no se conformó con explicarle al mundo lo que sucedía: se alistó en el ejército republicano y regaló generosamente su vida por aquella revolución. Se le rindieron honores de héroe y la familia gestionó la repatriación pero, con la derrota de la Segunda República, la dictadura franquista paralizó los trámites y el joven soldado quedó atrapado en el silencio durante años, en un nicho de alquiler de un cementerio ubicado en la ladera de un monte más alto que el horizonte. Sucedió a finales de 1936.
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Setenta años después, toda una vida después, solo una noche después de sobrevolar el inmenso mar, la hermana pequeña del miliciano aterrizó en la ciudad mediterránea que acogió sus huesos. Una sola frase rondaba por su cabeza: «Si me muero, regresaré, aunque sea con los pies por delante», y así fue. Porque los muertos gritan desde las tumbas, y mucho más desde las fosas comunes de los genocidios, y muchísimo más desde los hoyos profundos anónimos y clandestinos, donde los asesinos sepultan a los soñadores del planeta. Infinitamente más desde los refugios de los “sin nicho” y de los “sin techo”, desahuciados en la vida y en la muerte por carecer de escrituras de propiedad y no pagar los alquileres de las tumbas donde poder reposar; pero, sobre todo, sus gritos salen de debajo de las piedras, porque son los dueños de la justicia, la cordura y la dignidad.
Hoy, la hermana del joven periodista, escritor, corresponsal, brigadista y soldado recorre las calles del cementerio bajo las cuales aún reposan decenas, centenares, miles de huesos sin identificar, a la espera de flores frescas que los rescaten del olvido. Pero las voces estallarán y romperán la barrera del sonido, y los esqueletos convertidos en polvo sobrevolarán la Tierra. Las leyes de la memoria histórica, los antropólogos, los arqueólogos, los hombres de bien, las mujeres de bandera y las excavadoras harán lo demás. Hoy, la boca octogenaria de una niña perdida en el tiempo, sonríe. Ni el recuerdo de su hermano, ni la memoria de los otros caerán en el olvido.



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