LA SEMILLA DE LA PALABRA, Montse Espinar

 No me mires así, Francisca, que aunque tengo los ojillos encogidos sé que me estás maldiciendo por lo bajo, que el negro de tus ojos lo tienes cruzado, hermana, arrímate y deja que te cuente. Ya padre puso orden el otro día y dijo que yo era tartana y el carrilero se había escapado del camino. A palos me lo explicó, que mira cómo tengo el cuerpo. Bien me puedes creer, en tres días que llevo en cama aún no he encontrado la postura, y los moratones se me comen, que siento el corazón en los ojos, y el aporrear es tan fuerte que no me deja ni descabezar un sueño. Madre me pone paños a cada rato y en las piernas me da friegas con aceite, y aunque no me lo diga a las claras, piensa que bien merecido me lo tengo. Yo callo, Francisca, callo porque un reconcomio me arde por dentro, y la vergüenza que ha tragado padre a sus años, eso no me lo dispenso.
Ya quisiera haber sido como tú. Porque aunque la gente diga que la vida es bregar, la brega no es igual para todos. Tú naciste hermosa, ¡leche!, que daba gusto mirarte desde chica, hasta el andar lo tenías lechuguino y no habías cumplido aún los trece cuando los mozos te pretendían. Y padre tan orgulloso, Francisca, y yo callando y viendo cómo se te comía con los ojos. Si bien sabes que venía hartico de trabajar y aún te echaba una sonrisa, y algún beso se le escapó, aunque a mí no me cayó ninguno. No sabes lo que hubiera dado yo por un beso suyo… Y aunque yo nací año y medio después, nadie pudo sombrearte. Si ya decía madre que me echó canija y así me quedé para los restos. Canija y vergonzosa, que yo pasé lo mío con esta traba. Me acomodé a andar entre tú y madre porque cuando divisaba a algún mozo me entraba una sofoquina que no podía con ella. Hasta ahogo me daba y fue por eso por lo que no quise ir a la escuela. Padre parece que algo renegó, pero madre dijo que el cortijo se le apoderaba y que mis manos aventarían su fatiga. Ya no hay más, hermana, los años se me pasaron en la casa, rascando mugre, restregando ropas en la pila de piedra, cuidando de las tierras y los animales, y enfangada con las matanzas de todos los años. Así vi cómo te casaste con el hijo del boticario, cómo saliste del cortijo y el Señor te ofreció tres hijos que cegaron a padre de orgullo. Aguanté con el trajín de mis labores, cuidando de padre y madre que ya renqueaban con sus cosas y viendo cómo el resto mujeres hicieron lo mismo.
No creas que no sentí vacío. Hueca, como si un agujero se me hubiera colado dentro y hasta me doliera al respirar. Llegué a mirar con ojeriza a las vecinas, sentía que rumoreaban a mi paso; tonterías hermana, era mi pena que me aturullaba la cabeza y no me dejaba cavilar con entendimiento. Si es que pasé de los treinta y no me había dado tiempo a suspirar. Yo ya sabía que en el cortijo me quedaba y parece que lo fui tragando con humildad, que siempre nos enseñaron que la obediencia y el acatamiento son necesarios en los tiempos que vivimos. Algo sabrás, Francisca, pero si no te sabe mal, quisiera ser yo la que lo contara, que estas cosas del querer no se entienden si no se dicen a poquito.
Marcelino, el peletero, habló con padre. Uno de sus muchachos, el Manuel, estaba sin trabajo. Faenar nunca quiso, tenía diecisiete años y acababa de llegar de la capital, allí lo mandaron a cursar estudios superiores. Pero resulta que el Marcelino estaba pasando una mala racha, que las pieles son muy caras y pocas se venden, y ya no podía mantener al zagal fuera de su casa. El Manuel vino a regañadientes porque luego me enteré que a él el pueblo se le echa encima, de chico y alcahuete, que necesita la grandeza de la ciudad y poder andar de un lugar a otro sin que nadie lo conozca. Sí, mira que bien lo sabes, la madre es la Consuelito, amiga tuya desde chicas, la que andaba siempre plagadita de liendres. Pues padre dijo que poco le podía pagar, pero que si le trabajaba el huerto y le apañaba los cerdos la miaja que pudiera se lo daba. Yo no me acordaba cuanto apenas del Manuel, date cuenta que llevaba varios años fuera de su casa y lo que me viene a la cabeza es de verlo con la madre, cuando de chico, antes de la escuela, se lo llevaba al pilón a fregar. Para la víspera del patrón apareció, que San Hermenegildo me lo puso delante como queriendo arrebatar mi avenencia. La primera semana padre lo encaminó, pero el pobre estaba que no podía: por algo hizo venir al muchacho. Dando dos brazadas se quedaba sin resuello, y al ver el poco fuelle que le quedaba, como sin darle mucho relieve al asunto, me lo despachó a mí. De vez en cuando, si las patas le daban para andar, se acercaba al Manuel y olisqueaba, y así se quedaba conforme con lo que el muchacho estaba desarrollando, y los días que se quedaba medio tullido en cama, de una voz me hacía ir y contarle cómo se removían sus campos. Yo consolaba a padre, porque le viniera a bien o no, poco podía ofrecer a su cortijo, que en cinco años para acá la vida se lo había sorbido y se había quedado el hombre fino por los cuatro costados. Siempre le gustó gobernarse él solo, bien lo sabes, pero no le quedaba otra que emplear a alguien más joven y confiar en la buena voluntad de los demás. Ahora que nadie nos oye puedo decir que el Manuel poco desahogo le dio a padre, de golpe se veía que no era hombre de campo, por obligación nada más, y por callar las quejas de su padre, el Marcelino, que el pobre estaba en un lamento continuo.
Una mañana me lo encontré detrás del chamizo de los cerdos, tendido de costado sobre el herbazal. Me dio no sé qué acercarme, que la vergüenza me encoge aún a estas alturas, pero tragué con arresto y eché para delante. Llevaba un libro entre las manos, y al sentir mis pisadas sobre la hierba levantó los ojos y me miró. Yo me puse de todos los colores y una sofoquina se me prendió en la garganta, pero el Manuel sonrió y continuó leyendo, entonces no para sus adentros, alzó la voz como queriendo compartir aquellas hojas llenicas de palabras. Fue la fuerza de sus ojos la que me hizo sentirme cerca de un hombre. No los achicó, no los quebró como queriendo taparse, los abrió con coraje, y al verme a su orilla se llenaron de ganas, como si hubieran estado esperando aquel momento para ponerse a relucir. No fui capaz de espetarlo, no fui capaz de removerlo y decirle que se pusiera a su labor. Callé, suspiré, y regresé al cortijo con la mirada perdida, escuchando una hilera de palabras que se fueron trabando por ese hueco, que desde moza, tanto me había dolido. Al día siguiente, cuando el sol estaba en lo alto, volví. Caminé hacia el chamizo, y antes de voltearlo sentí que el Manuel se removía sobre el herbazal. Me arrimé a sus pies queriendo que me viera. Me vio, abrió sus ojos de hombre y levantó la voz, leyendo tantas palabras seguiditas, una tras otra, una tras otra, sin arrebatos ni atascos.
No me digas más, Francisca, que lo sé. Tenía que haber avisado a padre, pero lo enredé y lo enredé. Me recosté a su lado y cerré los ojos, callada. No tuve otra, hermana, que aquellas palabras se me habían colado adentro y me estaban aliviando lo que tantos años me había dolido. Todas las mañanas me acercaba a escucharlo, una miajilla, lo justo para alegrarme el rato. Si es que yo sé leer poco, y el Manuel parecía un maestro. Además, el asunto tiene brega, que un día me dijo que aquellos libros eran prohibidos, que la censura no les había abierto el paso y yo ya me sentía una transgresora. Yo no sabía qué era esa palabra, como si hubiera hablado en chino, pero el Manuel me lo explicó, y a mí eso de contravenir alguna cosa me había abichado por dentro, y lo peor, hermana, es que le había tomado el gusto. Hablaba de los pensamientos, de esas cosas que padre siempre nos callaba, desde chicas… Decía que las mujeres también tenemos derechos, hasta de querer y de gozar, y a mí, nada más que de pensarlo se me arrebataba el cuerpo. Al principio lo escuchaba con los ojos cerrados, ya sabes lo corta que soy, pero luego, con los días, el cuerpo se me fue llenando: no tuve otra que abrir los ojos y dejar salir la abundancia. Me enseñó a mirarlo y una mañana me acarició la mejilla y le sonreí. Solo era ese poco, por la mañana, cuando ya había encarrilado mis tareas, y por la tarde continuaba con las obligaciones, pero entonces con las palabras y los gestos del Manuel removiendo mis pensamientos, que aún no he encontrado yo mejor compañía. Si es que unas semanas antes estaba vuelta del revés, como una saca vacía, y en poco me había llenado, colmada, hasta los topes, y entonces me arregosté a lo bueno, a la abundancia y a la generosidad de entregar. ¡Ay, Francisca, y me entregué, digo que si me entregué!: al beso y a la caricia, a lo nuevo de sus palabras, a la carne de sus labios que calentaba como las ascuas en invierno. Si es que decía cosas tan hermosas que se me anieblaba la razón, y tú sabes cómo es padre, que de haberlo oído le hubieran entrado todos los males y a varazos le habría endurecido los remilgos.
Dame un sorbo de agua, hermana, que la congoja me enreda la garganta y a pocas me ahogo de tanto aguantar. Dime tú a mí, siendo gallina vieja como soy, que voy para la edad de Cristo, si era de recibo echarse atrás. No me digas eso, Francisca, ¡qué voy a pensar! Ni en la Consuelito ni en el Marcelo, que yo había enloquecido por un hombre y la decencia se me encizañó también. Y cuando padre me daba con la vara y me gritaba maldiciendo que podía ser mi hijo, yo callaba, pero el poco juicio que aún respiraba en mí, me decía que no lo era, que el Manuel es hombre y yo mujer y el amor de poco más entiende. El pecado no es otro que la vergüenza que están pasando padre y madre. Mira si la cosa es gorda que has venido a verme, ¿verdad?, hasta alegría me ha dado, que se te pasan los meses sin visitar el cortijo y soy yo la que aguanto a los padres con sus antojos de viejos. Y tus zagales, de chicos se acercaban, pero los meses pasan y de nosotros nadie se acuerda. No te pongas con pose de señora, que nos parió la misma y comimos sopas con igualita cuchara. Si tu sintieras, por un rato, la dicha que me entró. Y ahora pago mi desvergüenza, a ojos de padre y madre, porque yo no busco enmienda ni sufro lamento, porque mis ojos ven con la claridad de los que saben. ¡Maldita ceguera que os ataca a tantos! Mira bien, mira, que parezco un mazacote aquí tendida, ni para un lado ni para el otro, y el lomo lo tengo bien marcado, pero soy feliz, Francisca, aunque al Manuel lo han alejado del pueblo, hasta inquina le han tomado por andar con una vieja; pero son ya tres meses los que no sangro, tres meses que cobijo una sonrisa solo para mí. Tienta despacico, aquí, que yo siento el vientre abultado y esto solo lo hace un hombre, el Manuel, que aunque ya no lo vuelva a ver me ha dejado lo más hermoso, sus palabras y un niño que de grande me las recordará.


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