LA SANGRE DERRAMADA, Liliana Ebner

Ibrahim Haidar nació en Beirut, en el seno de una familia católica y fue educado en esa fe; allí, se fusionan la religión, las tradiciones y las costumbres de la cultura árabe. Al casarse, quiso dejar atrás esa ciudad, donde desde tiempos inmemoriales, las luchas religiosas eran constantes. Si bien el cristianismo y el Islam comparten como herencia común el judaísmo y la fe por el mismo Dios, también comparten una sangrienta historia de conflictos y confrontaciones. Los cristianos sufren una “cristo-fobia” atroz, aterradora y desgarradora en los países mayoritariamente musulmanes. Por ello, Ibrahim y su esposa decidieron emigrar a una tranquila aldea, donde él pudiera desempeñarse como guía turístico. 
Ibrahim pudo ir al colegio y se formó gracias a los libros de historia que su padre conseguía y les hacía leer a él y sus hermanos, para que tuvieran un mejor futuro, para que sus ojos se abrieran a un mundo más allá de las fronteras de Beirut.
La pareja llegó a la aldea de Deir el Qamar, que en árabe significa “Monasterio de la luna”; el lugar está compuesto por un puñado de casas de piedra con techos de tejas rojas y la población es mayoritariamente cristiana. Esta aldea, en sus épocas de plenitud, fue Capital de Monte Líbano y, además, centro de la tradición literaria libanesa, algo que agradaba a Ibrahim, pues muchos turistas llegaban hasta allí ávidos por conocer la antigua historia del pueblo.
Se instalaron en una rudimentaria casa, cercana a la más famosa iglesia del lugar, Notre Dame de la Colline, patrona de la aldea. Su hogar estaba protegido por medievales arcos de piedra, que le daban abrigo en invierno y fresco en verano. Jazmines y geranios adornaban sus ventanas y el matrimonio vivía allí, tranquilo y feliz. Ibrahim descendía todas las mañanas las escalonadas calles en zigzag para acompañar a los turistas y relatarles remotísimas historias. Conocía al dedillo los datos de la Iglesia Nuestra Señora del Rosario, del Cerro de la Cruz y del Santuario “Hamal Alá”. 
Su esposa cuidaba de la casa, del jardín y la huerta en esas tierras resecas, sedientas de agua, mientras su vientre crecía esperando la llegada de una nueva vida. Así pasaron años tranquilos, lejos de los intereses políticos y religiosos que abrumaban a la Capital. La familia de Ibrahim creció rápidamente. 
Él trabajaba con ahínco y recibía muy buenas propinas, ya que era un guía muy profesional y, sobre historia de su país, nadie estaba a su altura. Cuando terminaba la excursión, que duraba algo más de una hora, llevaba a los turistas a La Fuente de Chalont, de agua potable, famosa y antiquísima. Allí les ofrecía siempre una copita de “ambarize”, típica bebida de sabor entre dulce y amargo, que preparaba su esposa y que deleitaba a los turistas. 
Sus hijos crecían al cuidado de la madre y, por las noches, todos se reunían alrededor del padre para escuchar historias, para leer o para resolver las tareas escolares. 
En Beirut, por entonces, había temor de nuevos disturbios; cristianos y musulmanes, otra vez, estaban en pie de guerra. Los cristianos católicos eran apenas un pequeño grupo que nada podía hacer ante la hostilidad de la mayoría. Ibrahim y su familia se mantenían al tanto de las novedades a través de una pequeña radio, con la que podían sintonizar noticias a altas horas de la noche.
Periodistas y fotógrafos del mundo, haciéndose eco del problema, llegaban en racimos a Beirut y se diseminaban por todas las ciudades, pueblos y aldeas para cubrir hasta el último detalle de lo que sería una escalada de terror. En Deir el Qamar todo parecía tranquilo, estaba lejos de la gran ciudad. 
Por las noches, en casa de los Haidar, todo era silencio y penumbra. Disfrutaban de esa hora en que el crepúsculo comenzaba y daba lugar a la visión de una brillante media luna, cuernos de vaca como la llaman, que simboliza para el Islam la divinidad y la soberanía. Ibrahim, su esposa y sus siete hijos, sentados alrededor de la gran mesa y tomados de las manos, agradecían el alimento que Dios les proveía.
Pero aquella sería una noche diferente. De pronto, por las pequeñas ventanas se escucharon gritos de auxilio, de odio y de venganza, llantos de dolor e infinidad de disparos. El padre trató de ocultar a su familia, pero un golpe derribó su precaria puerta y varios soldados, fusil en mano y con los ojos inyectados en sangre, esa sangre que desean y que los fortalece, irrumpieron en la sencilla morada y comenzaron a disparar. Los pisos de tierra seca absorbieron, ávidos, la sangre derramada. Algunos lamentos, gritos sofocados y luego el silencio, el más atroz y terrible de los silencios.
***
Miguel era fotógrafo del diario Nuevo Amanecer y había llegado a Deir el Qamar  pensando que las revueltas no se concretarían, allí, hasta días más tarde. Tenía interés en conocer esa pintoresca aldea medieval donde predominan los cristianos y había cinco docenas de monasterios e iglesias fundados en los albores del cristianismo. Cuando comenzó el fuego, se encontraba cenando en una típica taberna libanesa del lugar. El hombre, sin dudarlo un segundo, salió corriendo hacia el origen de los disparos. A lo lejos, se vio cómo corría la figura, con su máquina colgada del cuello, y sorteando la masacre que se estaba produciendo. 
Las milicias musulmanas entraron como gigantescas hormigas que devoran todo a su paso y, en menos de media hora, diezmaron gran parte de esa zona de la aldea. Esta guerra, ocurrida durante el año 1975, se cobró miles de vidas. Se masacraron campamentos enteros y las aldeas cristianas fueron arrasadas. 
Miguel no esperaba semejante atentado en ese lugar y mucho menos la brutalidad de la que fue testigo. Su cámara no había descansado un segundo, documentando la más espantosa masacre de la que tuviera memoria. Cuando los soldados se alejaron, comenzó a caminar como un “zombie” entre cadáveres y escombros, envuelto en una nube de polvo que no lo dejaba ver dónde pisaba. De pronto unos sollozos atrajeron su atención, pero no podía ver nada. 
—¡Hola! ¡Hay alguien allí! —gritó enloquecido por la visión que comenzaban a tener sus ojos al disiparse la nube de polvo y de pólvora. 
—Por favor, conteste, soy reportero.
De pronto a sus espaldas, casi imperceptible, un sollozo lo condujo hasta el lugar. Bajo una gran columna de piedra, asomaban los oscuros y aterrados ojos de una niña. Miguel comenzó la desesperada tarea de quitar ese peso del cuerpecito de la frágil criatura y, después de largas horas, logró desenterrar a la niña, ya desvanecida. Con ella en brazos corrió hacia la sala de auxilios donde lograron despertarla; pero la pequeña no podía recuperar el habla, en pocos segundos había conocido el peor de los horrores.
La pequeña niña, con su vestido hecho girones, abrazaba con fuerzas a su sucia muñeca de trapo, su único juguete, ahora tan mal herida como ella.
Miguel estaba desesperado, no imaginaba qué destino le esperaba a la pequeña que, de pronto, se encontraba en un mundo que se veía imposibilitado de recibir tantos refugiados y heridos que llegaban. En todos lados les decían que no, que era imposible absorber esas multitudes desesperadas que pugnaban por un lugar, por un plato de comida, por un abrigo o por un poco de amor.

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