LA CACERÍA, Netty del Valle

« Para que exista la verdadera cacería
 es imprescindible que la presa muera pero,
ahora,
si ella muere, no tiene ningún valor.»
Despavorida, corre la manada por la espesura del bosque saltando con sus fuertes y largas patas entre espinosos matorrales, piedras que hierven por el efecto del recalcitrante sol de la región y por encima de los árboles derrumbados que yacen en el piso y hacen más difícil el escape. Huyen, con el horror pintado en sus desorbitados ojos y el peso del horror sobre sus anchos y desnudos lomos que no los deja avanzar con agilidad. Tratan de llegar al río para cruzar a nado y así escapar de la feroz persecución. Allí, en el río, encontraran la salida una vez que alcancen la imponente serranía que se divisa a lo lejos, iluminada por zigzagueantes culebrinas de una tormenta que pronto estallará en ese cielo que jamás volverán a ver…
Detrás de ellos, con sus armas de fuego listas para disparar y cuidando de no hacer daño letal, corren azarosos los cazadores asistidos por perros que han sido entrenados para detectar el olor de la “pieza “que comercializarán en subasta pública, en mercados y plazas de otro continente.
Las apetecibles presas negras están agotadas por el esfuerzo de la huida y sus cuerpos sudan copiosamente. La resistente piel, curtida por un sol que cae sin compasión sobre la región, se torna de repente helada y sienten que alrededor de sus gruesos y potentes cuellos cae una soga que los enlaza y captura para arrancarlos de sus tierras y llevarlos a lugares desconocidos en calidad de mercancía, como si de una exportación se tratara.
Serán sometidos al más cruel sistema de mercantilismo como la trata, salvaje y sucio negocio de blancos europeos pertenecientes a una cruel época, que provocó una diáspora forzada de millones de africanos arrancados de sus raíces para asentarlos en una desconocida América para ellos.
En los repliegues del corazón y la piel de los capturados, quedan sepultadas las danzas alumbradas por las luces amarillentas de una luna que se esconde entre las ramas de la tupida vegetación que circunda sus caseríos. Los rituales ancestrales ejecutados alrededor de una hoguera que alumbra la noche, las risas negras de sus dentaduras de marfil, las sensuales danzas de sus cuerpos de ébano y el llanto por la atroz separación de su identidad cultural, retumban como tambores fatigados en los sombríos rincones de la selva.
La voz sin color, ni blanca, ni negra, ni amarilla de las familias, quedan ancladas en el dolor de las tierras africanas y esta tiembla, se reseca y se cuartea, porque no puede soportar el exilio y el destierro.
África grita piedad ante los opresores y estos, dominados por el hambre de la codicia, sin piedad, los hacinan en las bodegas de los barcos con cadenas y grilletes. Son tratados de forma inhumana maltratando su dignidad, ausente de vestiduras que cubran la increíble belleza de sus cuerpos de anchos hombros, sus ensortijados cabellos color azabache o rojizo y sus brillantes ojos tan negros como el carbón.
Comienza la larga travesía por el Atlántico y África llora y se le nublan los ojos de lágrimas negras producidas por el destierro y la esclavitud. África se estremece al rumor de las olas del mar que van cruzando. África se siente tan aprisionada como las cadenas que envuelven los cuerpos de los que jamás regresarán a sus tierras.
El tambor y la marimba resuenan en el continente negro que dejaron atrás, mientras las mujeres baten sus polleras de mil colores al ritmo de una danza lastimera. 
Han pasado muchos siglos y, todavía, se escucha el clamor de los sin nombre que quedaron sepultados en las profundidades del océano. 


A veces, salgo a contemplar mi Mar Caribe y veo extraños cadáveres color malva que flotan en el infinito y siento la necesidad de darles sana sepultura…

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