ES NECESARIO ENSEÑARLES A HABLAR, Alexis Paola Balco

Decía Saussure que el signo lingüístico es arbitrario y convencional. Con eso quería decir que, sencillamente, no hay una razón para que el sol se llame sol, o para que el miedo se llame miedo. Daba lo mismo cualquier nombre y, entonces, consensuamos que cada cosa recibiría tal o cual nombre. El problema es que el acuerdo no fue documentado y ya nadie en el pueblo puede recordar cuándo ni cómo sucedió. Salvo los fantasmas. Se dice que ellos lo recuerdan todo. Pero no podemos preguntarles, porque es sabido que los fantasmas no saben hablar. ¿Será que no respetan nuestras mismas convenciones?
Recuerdo que, cuando era niña, antes de empezar terapia, me costaba comprender las convenciones. Los fantasmas me aterraban. Tenía en aquel entonces una vecina algo extraña con la que había entablado amistad. Su familia era extraña, nombraban las cosas de manera diferente. Usaban palabras muy peculiares. Por ejemplo, al orden le decían represión, a la organización le decían autoritarismo, a la sensatez le decían censura, a las concesionesderechos, y así tenían muchas palabras que no correspondían al vocabulario de un esquizoide común.
Recuerdo que jugábamos largas horas en la vereda. Un día, cuando jugábamos las dos a la rayuela, llegó un auto verde que frenó violentamente frente a nosotras. Tres hombres se bajaron, entraron en la casa de mi vecina y salieron arrastrando a su madre del cabello. La mujer gritaba desesperada y mi amiguita corrió llorando en su ayuda. Uno de los hombres la tomó violentamente en brazos, las subieron a ambas al auto verde, arrancaron y se fueron.
La vecina de la esquina regaba las plantas. La miré. Ella me miró y me sonrió. Me preguntó si me estaba divirtiendo. Yo la miraba azorada. Me preguntó por mi mamá, le dije que estaba limpiando la casa, a lo que respondió —Ah, pero qué bien, —y siguió regando sus plantas.
Entré, angustiada, a casa y le conté a mi madre lo que les había sucedido a las vecinas de al lado. Mi madre, sin darme importancia, me preguntó —¿A quiénes?
—A las vecinas de al lado —le dije, con mi voz entrecortada por las lágrimas— la nena que siempre jugaba conmigo, la que había estado hacía un ratito tomando la leche en casa, en nuestra mesa...
Mi madre me miró con seriedad y me dijo —No, hija, acá no estuvo  ninguna nena.
Insistí. Recuerdo que, al principio, tuve una sensación de opresión en el pecho. Pensaba que me estaban haciendo una broma de muy mal gusto, porque ciertamente no era momento para bromas, ¡habían secuestrado a nuestras vecinas! Mi madre se enojó y, tomándome por los hombros, me sacudió y me dijo —¡Basta! ¿Me oíste? Acá no estuvo nadie, nadie vive al lado, esa casa está vacía hace mucho tiempo. No quiero volver a escucharte hablar de fantasmas, ¿está claro? ¿O acaso querés empezar terapia antes de tiempo?
No, no quería empezar antes de tiempo. Yo sabía que la terapia era algo bueno, por eso todos debíamos ir. Pero empezar antes de lo normal no era bien visto.
Me fui a mi habitación masticando esas palabras. Fantasmas… terapia… sentía que alguien superpoderoso, omnisciente y omnipresente se burlaba de mí, se burlaba maliciosamente. Y lo sentí muchas veces luego, a pesar de la terapia. Muchas veces sentí que alguna entidad macabra jugaba con la verdad y con mi memoria.
Los fantasmas se multiplicaron por miles, y por miles de miles. Todos los veíamos. Pero nadie quería hablar de ellos. No era conveniente. Una regresión en la terapia requería medidas extremas.
Se sabe que a los PNE (Pacientes que Niegan su Enfermedad) los recluyen en un pabellón especial para que no influyan negativamente en la terapia de los Esquizoides Normales. Nunca se recuperan. Les hacen terapia de electro-shock y, a veces, incluso llegan a practicarles lobotomías para mejorar un poco su salud mental; pero no se recuperan.
Hay médicos consagrados a investigar a estos pacientes, para encontrar una cura a su condición, pero ninguno de los experimentos realizados en estos pacientes ha dado resultado. Son irrecuperables. Nadie quiere caer en ese grado de enfermedad, nadie.
Cuando empecé terapia, mis compañeros y yo solíamos escondernos en el cuarto de servicio a contarnos historias de fantasmas. En aquél entonces aún no conocíamos los peligros de hablar de esas cosas. Algunos decían que alguien les había dicho que los PNE alcanzaban tal grado de esquizofrenia, que llegaban a comunicarse con los fantasmas, y que los médicos habían creado una escuelita donde intentaban enseñarles a hablar español de nuevo, pero los pocos que aprendían, y lograban decir algunas palabras, morían al cabo de unos minutos, al igual que los que no lograban a hablar.
Nos dimos cuenta de lo contraproducentes que eran nuestras charlas a escondidas cuando, una tarde, se llevaron a uno de nuestros compañeros. El pobre decía que veía fantasmas con horribles deformaciones en sus caras, con marcas de quemaduras, con cicatrices. Decía que los oía gritar. Decía que los oía llorar, que le hablaban, que clamaban por sus hijos. Juraba que eran reales. Se me oprimió el corazón cuando se lo llevaron. Me recordó a aquél día cuando, yo también, hubiera jurado que mi vecinita era real.
Todos nos quedamos paralizados cuando se lo llevaron, recuerdo la sensación de vértigo; las manos húmedas y frías. Entonces nuestro terapeuta nos dio un largo sermón, explicándonos que esas cosas pasaban por andar hablando de fantasmas. Que los fantasmas no existen, que están, pero no están, que creemos haberlos visto, pero ya no los vemos más. Entonces no están y punto, no hay que estar hablando de cosas que no están. Porque, a fin de cuentas, nadie los ve y, de tanto estar hablando de cosas que no están, las terminamos viendo, y enloqueciendo. Y que si seguíamos así, íbamos a terminar todos en el pabellón de PNE.
Entendimos la lección. Nunca volvimos a hablar a escondidas.
Comprendimos cómo nos engañan los sentidos y lo frágil que es eso que llamamos realidad. Aprendimos mucho de Filosofía en terapia. Aprendimos, sobre todo, a mirar. A reconocer qué debemos mirar y qué no, qué debemos oír y qué no, a qué cosas debemos darles importancia y a cuáles no. Gracias a eso logramos salir adelante, a pesar de los fantasmas que siguen rondando por ahí.
Porque la verdad es una sola. Yo no entiendo cómo algunos padres dejan que sus hijos distorsionen la realidad nombrándola de cualquier manera y hablando de lo que no se debe hablar. Por ejemplo, el otro día, en la parada del colectivo, escuché, sin querer, una conversación entre una señora y su hijita:
—Mamá, ¿por qué los fantasmas se llaman “fantasmas”? —preguntó la nena-.
—Porque así se llaman, hija —le respondió la mujer-
—¿Quién dijo?
—Todos.
—Yo les quiero poner otro nombre.
—A ver.. ¿y qué nombre les vas a poner? —le preguntó la madre, mirándola llena de ternura y con una sonrisa que muy pronto se le borraría para siempre de la cara.
—Personas.
Pobrecita… Esa nena va a terminar en el pabellón de PNE. Se dice que allí los fantasmas se ven tan reales que te hacen llorar de desesperación. Se sabe que, con el tiempo, los PNE pierden por completo el habla, e incluso llegan a desarrollar un lenguaje común con los fantasmas.
Los psiquiatras sostienen que es necesario enseñarles a hablar de nuevo.
Yo creo que no, que es mejor que no. Si nos pudieran hablar, vaya a saber las cosas que nos dirían. Terminaríamos todos locos, por culpa de esquizoides que no quieren ver que, lo que ven, no se debe ver, y que están encaprichados en nombrar las cosas de una manera en que no deben ser nombradas. Después de todo, los fantasmas no están y algo habrán hecho para no estar.
Los terapeutas no pueden curarnos a todos. Cada uno es responsable de su salud mental. Cada uno es responsable de su verdad y de su memoria. La justicia se encarga de todo lo demás, de que esté el que debe estar y no esté el que no debe estar. Y el que no debe estar, no tiene derecho a hablar, ni a ser escuchado, ni nombrado, ni cifrado. ¿Qué pretenden? ¿Volvernos locos?


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