EN VOZ BAJA, Felipe Grisolía

Claudia imaginaba dónde se encontraba. El aire fétido y húmedo que la envolvía no dejaba lugar a dudas; así olían los sótanos y los lugares sucios sin ventilación. Deducía que se trataba del recinto subterráneo en el que encerraban a los enemigos del Régimen.
Dos individuos brutales la conducían, aferrada por los brazos, por un largo corredor en el que, de tanto en tanto, se escuchaba algún gemido apagado. Con los ojos vendados, trataba de acomodar el paso al de aquellos hombres para que no tuvieran que arrastrarla.
Después de unos minutos, la obligaron a detenerse. Alerta, Claudia percibió el quejido de una puerta y supo que habían llegado a destino. La empujaron hacia adelante. «Ya vendremos por ti», fue todo lo que dijeron antes de cerrar a sus espaldas y marcharse.
Bajo los pies de la chica, el pavimento se notaba áspero y pegajoso. Claudia, temerosa, aventuró unos pasos; sus piernas golpearon contra el borde metálico de un camastro y trastabilló. Alguien la sujetó por los brazos antes de que cayera al suelo.
—Gracias —murmuró con un hilo de voz.
El corazón le latía frenético; era su primera vez y estaba muerta de miedo.
—Quítate la venda —le susurró una voz—. Ya se han ido, estamos solas.
Dudó un momento, pero obedeció. Se quitó el pañuelo que le cubría los ojos. Durante varios segundos, todo siguió siendo negro. La penumbra del recinto, iluminado por una claraboya alta y sucia, apenas si cambió la situación.
— ¿Quién eres? —Se atrevió a preguntar.
—Una prisionera como tú, me llamo Matilde.
—Yo, Claudia…
Las dos mujeres se estudiaron con curiosidad. Eran de edad parecida, pero incapaces de confiar la una en la otra. Aún tenían poco que decirse. El Régimen, con sus maquiavélicas intrigas, les había enseñado a no fiarse de nadie.
Sentada en el único camastro de la celda, Matilde estudió a la recién llegada. «Una estudiante», pensó. «Lleva la ropa estropeada, pero viste como una típica universitaria de clase media». «Es guapa». «Ha llorado». «Deben haberla golpeado…»
—¿Que te ha pasado?
—Me arrestaron a la salida de la facultad. Pero yo no hice nada; creo que se han equivocado. Y ¿a ti?, ¿qué te ha pasado a ti? Tienes la cara toda marcada y amoratada.
—A mí me arrestaron en la casa de mis padres. Yo tampoco hice nada, pero estos hijos de puta me tenían fichada.
—Ya lo veo. ¿Te pegaron?
—Sí, y muchas cosas más. —La húmeda y expresiva mirada de Matilde, se notaba cargada de odio—.Todos los días me interrogan y me prometen la libertad, pero luego se les olvida. Me pegan, me manosean de la forma más inmunda que puedas imaginarte y me utilizan para sus porquerías…
La prisionera rompió en sollozos. Claudia, olvidando su propia situación, trató de consolarla y se abrazó a ella. Matilde lloró contra su pecho. La inesperada escena pareció acortar distancias entre las dos mujeres y, en pocas horas, la intimidad comenzó a estrecharse; la una porque después de semanas de silencio necesitaba llorar su desventura y, la otra, porque procuraba paliar el terror que le causaban los alaridos que, de tanto en tanto, rasgaban la quietud de aquel infierno. La única noche que pasaron juntas, durmieron abrazadas. 
Por la mañana, se llevaron a Matilde.
Al separarse, la mirada de las dos mujeres ya portaba un código de entendimiento en el que, mutuamente, se daban fuerzas; la una para aguantar, la otra para soportar la espera. Pero, aquella vez, el interrogatorio fue breve; regresaron a la prisionera una hora después de habérsela llevado y la arrojaron a los pies de Claudia medio muerta.
«Aquí te la dejamos, nena, ya no nos sirve».
Matilde, hecha un guiñapo desde el suelo, miró a su nueva amiga como despidiéndose y solo atinó a decir unas pocas frases.
—Otra vez se quedaron con las ganas, amiga.
—¡¡¿Qué te han hecho?!!
—Nada que no me hubieran hecho antes. Me pegaron en los pechos y en el vientre, pero esta vez lo hicieron a conciencia, me siento destrozada. Creo que te dejo sola.
—¡Cielo santo! ¿Cómo pueden ser tan animales?
—No chilles, por favor, o se meterán contigo. Pensarán que te lo he contado y te harán el mismo daño; que no sepan que hablamos.
—¡¿Qué me has contado qué?! ¿Qué es lo que quieren saber?
—Nada, no me hagas caso…
—¡¡A mí no me importa lo que ocultas, amiga!! —se desesperó Claudia—, pero no hay nada que valga lo que estás pasando. Sea lo que sea, no merece la pena.
—Sí que lo merece, Claudia, una sociedad sin esta mierda, bien vale una vida como la  mía… ¿Puedo pedirte algo?
—Sí, ¿qué quieres?
—Si sales con vida de esta, busca a Raimundo Sosa en el barrio viejo y cuéntale que me han matado. Dile que no lo delaté… ¿Lo harás por mí?
—Por supuesto, pero ¿quién es Raimundo Sosa?
—Ya te enterarás, amiga, ahora déjame dormir…
***
En su primera reunión de la tarde, el jefe de la 1ª Unidad Universitaria observó a la chica con los ojos entrecerrados. La joven, de pie, mantenía una innecesaria posición de firmes.
—¿Dice usted que la vio morir?
—No exactamente, señor, lo aclaro en mi informe; pero preferí dejarla para venir de inmediato. Me pareció prioritario para que ustedes pudieran actuar. Creo que atrapar a los alborotadores es fundamental. La universidad debe volver a cumplir con su papel en nuestra sociedad. Nosotros solo queremos estudiar.
—Estoy de acuerdo con usted, Claudia, y esa es nuestra misión; para ello debemos despolitizar al estudiantado. Lástima que esa mujer no diera más nombres, pero, en fin, su misión ha sido satisfactoria y el tal Raimundo Sosa, ahora, es cosa nuestra. Usted puede volver a casa; ha prestado un gran servicio al gobierno y a sus compañeros de estudios. Gracias.
***
En su segunda reunión, el jefe de la 1ª Unidad Universitaria dio la espalda a su visita y dejó vagar la mirada por el jardín. Algunos estudiantes se ocupaban de podar los setos. En su mano derecha humeaba un cigarrillo. Se sentía satisfecho. El informe sobre su programa para la criba universitaria estaba acabado. La mecánica era sencilla y prometía ser del agrado de sus superiores. Gracias a él, muy pronto, el estudiantado dejaría de ser un quebradero de cabeza.
—¿Usted lo ve como yo, verdad? —preguntó sin volverse.
—Por supuesto, señor, con unos pocos por curso será suficiente.
—Esa es la idea, pero hay que elegirlos bien.
—Desde luego, aunque ya vio que con Claudia no ha sido difícil. Es fácil identificarlos.


—Sí, es cierto, usted lo dijo, Matilde, esa chica daba el perfil….

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