Apagué la luz mientras Raquel trajinaba en la cocina
preparando la cena, y, con la única lámpara del velador,
escuchaba a mis hijos relatar las novedades del día. Estos soplos
de aire fresco me oxigenaban tras respirar durante horas un
ambiente laboral viciado. Aquella tarde sus palabras me
transportaron a mi propia infancia. Mientras los observaba,
recordé perfectamente la primera conversación que mantuve con
mi amigo Luis en la plaza del pueblo:
― Oye, tío ―lo de tío le quedaba grande a ese mocoso de
diez años, delgado y de baja estatura, pero que, cuando
pronunciaba unas pocas palabras, su edad crecía en proporción
aritmética inversa al tamaño de su cuerpo― ¿Quieres venir a mi
cumple?
―¿Quién eres tú? No te conozco de nada ¿dónde lo vas a
celebrar? ―pregunté. Desde ese instante me cayó bien.
―Me llamo Luis y vivo en esa casa de ahí enfrente. He
venido a vivir con mi abuela porque mis padres se han
divorciado. Ella me va a cuidar. Mañana es mi cumple y quiero
hacer una fiesta. Habrá una piñata enorme ―Soltó aquel párrafo
de tirón, apenas sin respirar y haciendo aspavientos con los
brazos abiertos. Sus manos eran tan grandes que parecían pesar
más por separado que todo su cuerpo al completo. Como su
cintura no paraba de cimbrearse durante la presentación, creí que
de un momento a otro se partiría en dos...
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