EL VIAJE, Raquel Mejuto Canaval

Mi padre me dejó en la escuela y, después de acariciarme el pelo, que el mismo había peinado aquella mañana, se alejó con gesto circunspecto.
Después del recreo, mientras la maestra reprendía a las niñas del último curso, las más pequeñas, sentadas en los pupitres de la primera fila, susurraban lo suficientemente alto como para no oír los suaves toques en la puerta. Ésta se abrió y en el hueco apareció la cabeza de Don Saturnino. Yo sentada en la última fila y con mis ocho años recién cumplidos tomé la responsabilidad de avisar a Doña Virtudes que salió dejándonos solas. El barullo era tan tremendo que tardé en darme cuenta que decían mi nombre.
—¡María ven un momento!— pude oír al fin.
Me dirigí a la puerta encogiéndome de hombros, sonriendo, sin entender la cara de preocupación de la maestra.
Don Saturnino me pidió que lo acompañara, que tenía una sorpresa para mí. Yo pensé en el viaje que me habían prometido mis padrinos y estaba convencida de que esa era la sorpresa, pero no dije nada para no aguarle la fiesta a aquel señor tan amable.
Mi padre hablaba constantemente de ese viaje y de que tenía que estar preparada, que no me preocupara, que nos reuniríamos en un lugar con más libertades, que aquí todo era oscuridad, pero nunca me dijo cuándo sería. Pensé que el momento había llegado.
Me despedí de las niñas y nos dirigimos a la calle.
El sol iluminaba los botones de la sotana del párroco, parecían de nácar. Su mano áspera agarraba con fuerza la mía cuando cruzamos el puente sobre el río que corría cantarín bajo nuestros pies. Yo no sabía a dónde iba, pero intuía que sería un lugar soleado; por ello me sorprendió un poco que tomáramos el camino de la iglesia entre las sombras de las casas con sus puertas y ventanas cerradas. Subimos hasta la edificación de la galería azul en la nunca había entrado.
El cura, amablemente, me invitó a traspasar la puerta de la casa parroquial. Entré con todo mi desparpajo y con la ilusión del viaje prometido, pronto me vendrían a buscar, solo tendría que esperar un poco.
En la penumbra del pasillo me pareció ver dos figuras, una alta enfundada en un uniforme verde y otra contrahecha con aspecto de neardental. Me llevaron a una estancia más oscura, solo iluminada por la tenue luz que entraba por los cristales ennegrecidos de una pequeña ventana situada en la pared, frente a la puerta por donde entramos. Me pareció ver la silueta de un barril debajo, sobre el suelo de tierra, y un cubo de zinc lleno de agua.
Una voz amenazante salió de la figura contrahecha mientras me agarraba del brazo.
—¿En dónde está tu padre? —dijo cortante. 
—Serás bruto, eso no se pregunta así –esta voz, que salió del traje verde y que pretendía ser más amable, a mis oídos sonó como un silbido.
—Nena dinos ¿en dónde está tu padre?
—No lo sé supongo que estará en casa —respondí sin entender muy bien a que venía aquel interrogatorio.
—No pequeña, en casa no está, ¿tú sabes en dónde podrá estar? Es muy importante que nos lo digas —sonó ahora la voz del cura mientras me pasaba la mano por la cabeza.
—¡Niña del demonio! Si no nos dices ahora mismo en dónde está tu padre —dijo el bruto señalando el cubo— te meto la cabeza en el agua.
Yo contesté con la cabeza que no y cuando iba a insistir en que no sabía me agarró por el pelo y me arrastró hasta el caldero.
Me di de bruces contra el agua fría y los bordes del recipiente metálico se incrustaron en mi pecho. Aguanté la respiración hasta que dejé de sentir la presión de aquellas manos sobre mí y me incorporé chorreando. Las lágrimas se mezclaron con el agua que resbalaba por mi pelo mientras oía la voz del cura.
—Sabes que no está bien mentir, ¿verdad? Dinos en dónde está tu padre y Dios te protegerá.
Ante mi insistencia se alejaron los tres y murmuraron algo entre los labios. Al rato se acercó el cura y me pidió que me arrodillara y rezara todo lo que sabía.
Me acordé de la lista de los derechos humanos que había estado leyendo con mi padre mientras desayunábamos aquella mañana.
 
De reojo vi cómo el bruto se acercaba con una escopeta de caza y se situaba a mis espaldas.
—Derecho a la vida…
—Sargento, proceda —sonó la voz que salía del uniforme interrumpiéndome.
Un sonido metálico se incrustó en mi cráneo y el suelo se acercó a mi cara, noté el sabor a tierra mezclado con sangre y me sumergí en las tinieblas.
Desperté con la boca seca y hacia arriba, el agua me llegaba a la barbilla y solo podía mover un brazo. Con la mano arrastré el líquido y bebí. Amanecí en un coche antiguo con los cristales enmohecidos, no podía ver lo que había detrás, pero la tenue luz que entraba a mis espaldas me permitía intuir que estaba sola; hasta que la figura de un ratoncito en el cristal me arrancó una sonrisa.
Solo podía ver su silueta y los ojos y la sonrisa del sol, que se desfiguraban con el paso de las horas. Llovía y el agua se colaba en el coche por una esquina.
El agua me tapó la boca y no pude gritar, respiré por la nariz abriendo bien los párpados pero el sol se había ido y no podía ver nada. Cuando bajó el nivel del agua me dormí.
Al despertar podía moverme y sin querer golpeé la parte de atrás del coche que calló con gran estrépito. La luz que entraba a raudales iluminó mi cubículo y desapareció el coche, en su lugar pude ver un estrecho recinto con tres paredes y me giré, la luz me cegó y salí entre unas tablas amontonadas en el suelo.
Me alejé un poco y miré hacia atrás, los nichos que a medio construir que se disponían todos iguales me desconcertaron y corrí en dirección contraria con mi vestido rasgado y sin zapatos.
Me detuve en la tumba de mi madre que, según decía mi padre, se había muerto por la incompetencia del médico puesto a dedo en su cargo y me senté en la lápida acariciando las letras doradas de su nombre sobre el mármol blanco. Me imaginé su rostro y que sus manos peinaban mis largas trenzas. Lloré en sus invisibles brazos.
—¡Mamá! —susurré y gritando ¡Papá! me callaron unos cantos
con flores a María…
A lo lejos vi a mis amigas con sus flores y carteras y salí a su paso. Me llevaron a la escuela, me lavaron y me cobijaron.


Crucé el río de la infancia a nado, a contracorriente. En la otra orilla estaba mi padre, esperando.

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