EL COLCHÓN CON PULGAS, Laura Valdez


 “A Diego Borja, que no debió morir.”
El hombre estaba preocupado. Hacía meses que las cosas iban de mal en peor y nada parecía indicar una próxima mejora.
Muy atrás habían quedado sus días de obrero de fábrica, cuando, puntualmente, llegaba el salario a fin de mes y podía mantener sin mayores dificultades a su familia. Recordó la mañana en que el patrón los había llamado al salón común de la fábrica.
—Muchachos, la cosa está muy fulera. Hace un rato terminé de hablar con el contador y los abogados y tengo que declarar la quiebra. Perdonen, pero si no hago así el banco y los acreedores me comen vivo. Ya veremos, cuando la cosa mejore, qué puedo hacer por ustedes. 
Todos habían quedado atónitos ante la noticia, sin capacidad de reacción, sin saber qué decir o cómo actuar. Un silencio sepulcral había invadido el lugar y un manto de angustia cubrió, para siempre, a estos nuevos marginados de la sociedad moderna. 
***
No, la llegada del un nuevo bebé no era una buena noticia. Antes sí, antes… cuando el trabajo dignificaba; pero ahora no. 
Hacía ya dos años que lo habían echado del trabajo, sin contemplaciones, sin miramientos, como se tira un trasto viejo a la basura. Ya no quedaban changas, eran muchos los que deambulaban por la ciudad buscándose la vida y su cuerpo era uno más, humillado, lastimado, olvidado. 
Hoy debía volver a su casa sin nada en sus manos. Sus hijos lo miraban con angustia, con las panzas rugientes y el frío pegado a la piel… ¿Cómo puede un padre no alimentar a sus hijos? 
Caminó lentamente, mirando todo como si fuera nuevo. Los otros pasaban a su lado sin verlo, concentrados en sus propios mundos, defendiendo sus propios trabajos, pensando en sus propias familias. El hombre se paró frente a una vidriera y una solución fugaz cruzó en su mente… ¿Qué otra cosa podría hacer? Ya estaba todo perdido, su vida no valía lo que pisaba en la vereda. Se ajustó la ropa, se cubrió el rostro con un pañuelo y entró de golpe en la tienda…
***
Hace frío, tiene hambre y no puede dormir. El olor de las velas penetra fuertemente en la nariz del pequeño. El llanto de su madre rompe el silencio de la noche. Sus hermanos mayores miran todo con odio. 
—Esto no va a quedar así, vieja. Estos ratis de mierda no van a salirse con la suya  —aseguran los jóvenes mientras abrazan a la viuda. 
Desde el suelo, Diego los mira, todavía no entiende, solo ve el cajón oscuro y cerrado. Imposible saber que dentro se pudrirá su padre poco a poco; imposible entender, con sus poquitos años, que ya no volverá a verlo llegar, compartir sus risas, sus juegos y sus llantos; imposible comprender que, desde ese día, su destino ha quedado marcado para siempre. 
***
—Son todas iguales estas viejas del orto. Se creen que me van a decir a mí lo que hay que hacer. Encerrarme acá porque le dije chupa-pijas; ¿qué otra cosa se cree que es, la vieja soreta esa? O capaz es argollera, la trola, y por eso le jodió tanto. Encima, con este colchón lleno de pulgas. Si mi vieja se enterara los quemaría vivos…
***
Esta es la celda de aislamiento, señor. Hay un colchón viejito encima de una cama de metal atornillada al piso. Ventanas no ¿para qué? si estos no necesitan ver el sol; hay un vidrio fijo que da al exterior y una rejilla de ventilación, tampoco queremos que les falte el aire. Y sí, un poco sucio está el vidrio, pero no se olvide de que están castigados. Eso sí, que no quieran hacer nada de lo que hacen los buenos chicos, porque en estas celdas no hay agua ni sanitarios. ¿Para ir al baño? para ir al baño le gritan al guardia, que siempre anda por acá cerca. Es que a estos chicos, cuando se los encierra en este lugar, es para que aprendan. Por eso no pueden estar en contacto con nadie, no pueden ver a los otros compañeros ni, mucho menos, a las visitas. ¿Que le parece chico el lugar? ¿Cómo puede ser? Esta celda mide tres metros por uno con ochenta ¿Sabe cuántos de ellos quisieran tener una habitación así en su casa? Si en espacios como este duermen seis o siete hermanos. Bueno, ojalá fueran hermanos; sabe Dios quiénes se mezclan ahí. Y, no, uno qué se va a imaginar que estar acá les puede hacer daño; si no lo hacemos de malvados, lo hacemos para que aprendan, para que sepan que afuera hay una sociedad que les puede dar oportunidades; pero ellos deben aprender a respetar, a obedecer, a ser ciudadanos de ley y de trabajo. ¿Que son chicos? ¿A usted le parece? No, no son tan chicos, bien que para robar, para asesinar, para drogarse, para violar, para todo eso no son chicos. No, claro que no. ¿Consecuencias dañinas para su salud, señor? Pero si acá comen todos los días, aún cuando están en estas celdas.
***
El calor le nublaba la vista, sentía que le ardía la cabeza y le explotaba el pecho. La corrida había sido interminable, y todo por unos pocos mangos.
Se había escapado de la escuela, ya no tenía sentido estar ahí, eran unos caretas. Mejor salir a buscar algo para pasar la tarde con sus amigos. A la casa no iba a volver, su mamá le había pedido que siguiera estudiando; la pobre vieja todavía creía que podía sacar algo bueno de él, de su hijito menor. Pero no, el barrio le tiraba, le gustaba juntarse con los chicos de la barra y salir a divertirse. Una birra bien fresquita, algún porrito y ¿por qué no? tranzarse a la minita de Jorge… Siempre está bueno curtirse la novia de algún cheto. 
Pero esa tarde las cosas se habían complicado un poco, tal vez se le fue la mano fajando a los viejitos. Y… si no le querían dar nada, ya no le quedaba ni un corchito, y se pusieron a bardear, tan fuerte que los escuchó un bigote y la cosa se puso fulera y le faltaron piernas para escaparse.
Mucho calor, estaba haciendo mucho calor, mejor volverse al barrio. Ya vería qué le podía inventar a la vieja. 
***
—¿Y por qué no la puedo llamar a mi vieja? ¿Qué es lo que les pasa a estos ratis? Tengo que hablar con ella, no puedo aguantar un segundo más acá. Ayer, cuando hablé con mi hermana, le dije que la trajera, que la necesito, que estoy metido en el quinto infierno; pero el bigote que estaba al lado me molió a patadas y no pude hablar más. 
Y otra vez acá adentro, con este frío, esta oscuridad, estos bichos. ¿No los ven? Me caminan por todo el cuerpo; se me meten por las orejas, por la nariz, por el culo. 
Si viene mi vieja me salva de esta, como ha hecho siempre. Pero seguro no la dejan entrar, en este agujero no debe entrar ni Dios, seguro que Él no sabe que existe un lugar así.
 
Y eso que cuelga del techo ¿qué es? Parece una culebra. ¿Será venenosa? 
Vengan, por favor, sáquenme de acá, los bichos están en todos lados. Por favor, mamita, por favor, salvame.
***
Cuando cumplió cinco años cometió el primer robo. Tenía hambre, su madre había salido a trabajar; siempre se iba muchas horas, pero volvía a tiempo con algo para comer. Esta vez, sin embargo, algo había pasado; hacía dos días que se había ido y nadie traía comida. Sus hermanos mayores, como siempre, se perdían por las calles semanas enteras; y su hermana, su única hermana, estaba con ese hombre que le producía un miedo desquiciado.
Decidió salir a la vereda, alguien lo podría ayudar, darle algo para comer, un pedazo de pan, por lo menos. Pero afuera no había nadie, estuvo dando vueltas y el barrio entero parecía muerto. 
Caminó, caminó mucho tiempo. El paisaje fue cambiando ante sus ojos, vio lugares que no imaginaba que existieran, vidrios por los que se colaba el calor y el olor de comidas exquisitas. 
Se paró frente a la vidriera de una panadería, los manjares expuestos le quitaban el aliento. Entró sutilmente, sin que nadie notara su insignificante presencia. Ya era muy tarde y los empleados querían terminar con la jornada. Diego se acercó lentamente hasta el canasto en el que rebosaban las medialunas; el olor de la levadura, la manteca y el almíbar le perforaron la nariz. No pudo resistirse, tomó la que tenía más a mano y empezó a correr. En el local nadie se dio cuenta de lo que pasó; pero, ese día, Diego selló su destino. 
***
Es un edificio de techos muy altos, sombrío y lleno de rejas. Quienes pasamos por su vereda no imaginamos el horror que se vive allí adentro. Preferimos recordar, con cierta candidez, el origen que tuvo: un hogar creado por un misántropo inglés que protegió y acunó a niños huérfanos y abandonados. Aquella Argentina del Centenario que ostentaba miles de pibes sin rumbo, pero que recibían cobijo en un hogar que se sostenía con los aportes de anónimos benefactores.
Hoy, sin embargo, el edificio ya no alberga niños desamparados. Sus claras ventanas se cubrieron de rejas, las paredes de colores blancos y brillantes viraron a grises sombríos y la ilusión de un futuro posible mutó a la clausura del porvenir. 
No son voces de niños lo que escuchamos al pasar por allí, son los murmullos del dolor, del odio y de la desesperanza los que cruzan sus gruesos muros y taladran nuestras conciencias.
 
Nadie sabe bien cuántos jóvenes viven en el Instituto Agote; nadie se atreve a entrar, preguntar o cuestionar lo que allí sucede. Los menores detenidos, los condenados de una sociedad indiferente, sufren el hacinamiento, la falta de higiene y de ventilación y los peligros inminentes de derrumbes. Pero el riesgo para estos jóvenes, que ya no vemos, no oímos, no miramos e ignoramos, no radica tan solo en la pésima condición de este edificio por cuya vereda paso a menudo. A todo ello se suma la absoluta falta de idoneidad de quienes están encargados de velar por su bienestar, el ensañamiento con el que se los trata y el abandono de un Estado que parece no recordar que allí también hay un futuro y que pone en evidencia una triste y desastrosa política de minoridad. 
***
—Vení, jalá con nosotros y vas a conocer otro mundo, vas a flashear como ninguno —le aseguró el capanga que estaba con su hermana. Y Diego se acercó a probar lo que le ofrecía. 
Fue un viaje de horror y delicia; fue sentir que todo lo podía y que el mundo caía derrotado a sus pies; pero, también, fue descubrir cuán pequeño e insignificante era. 
Desde ese día, vivió solo para volver a sentir esa alucinación de lo absoluto y de lo imposible. Sus delirios, entonces, ya no lo abandonaron más.
***
—Vieja, vení, viejita, por favor. Esto está lleno de pulgas, de cucarachas, de lauchas. 
Vení viejita, ayudame a hacer el fuego, entre vos y yo vamos a terminar con estos monstruos.
 
Vení, viejita, no me dejés solo de nuevo. Vení, viejita, te juro que si me ayudás a quemar todas estas pulgas no me porto nunca más mal. Vuelvo a la escuela, me hago bueno. Viejita, viejita, no me dejés solo.
***
Sus compañeros testificaron que el encierro y la oscuridad le provocaban nauseas y delirios. Dijeron que escucharon sus gritos llamando a su madre, insultando a las pulgas del colchón y asegurando que morirían incineradas. Luego, los aullidos de dolor y el olor a carne quemada se expandieron por todo el penal. La ayuda llegó demasiado tarde. 
***
Diego tenía 17 años y murió a causa de graves lesiones en su sistema respiratorio. Su vida no le importó a nadie. Ni al juez, que postergó su salida; ni al fiscal, que pidió que lo encerraran; ni al Estado, que ignora las condiciones en las que estos jóvenes viven; ni a los mayores, que debían velar por su vida y lo encerraron en una cueva para su muerte.

Diego tenía 17 años y lo habían sentenciado por un robo; pero fue condenado a muerte.

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