viernes, 26 de agosto de 2016

TÍA CRISTINA Y YO EN ALICANTE, Francisca Huamaní

Nunca habíamos viajado lejos de la patria. Mis padres ni siquiera podían alimentarnos y vestirnos sin nuestra ayuda. Por eso cuando llegó la carta de tía Cristina informado que yo podría por fin viajar a España para trabajar como sirvienta en un hotel de tres estrellas, ubicado en Alicante, en casa todos fuimos muy felices.
Celebramos con chicha de jora nuestra bendita suerte. Nos emborrachamos. Yo ya tenía 18 años de edad y mis cuatro hermanos mayores estaban tan contentos que no le hicieron asco a la bebida incaica que mi padre utilizaba siempre para brindar logros familiares, aunque estos fueran tan ridículos como que la hija menor viajara miles de kilómetros para lavar platos y tender camas de desconocidos.
No me sorprendía que mi madre considerara que éramos benditos. Dije benditos porque yo debería de enviar todos los meses remesas y con el tiempo así como mi tía logró mi viaje, yo tendría que ofrecerles oportunidades reales a mis hermanos.
Jamás había salido de Lima, apenas había viajado en los micros, desde mi hogar ubicado en el barrio marginal de José Gálvez hasta el centro histórico para comprar lentes de sol que vendería en la avenida Abancay, una de las más transitadas por ese entonces en la ciudad. Y a eso me dedicada desde que cumplí los 13 años. Era una niña vendedora callejera.
En verano vendía lentes de sol, de todos los tamaños y colores. Era el negocio casi familiar, porque mi padre tenía el mismo oficio, pero lo hacía en las playas bonitas del Sur. El podía darse el lujo de venderlas a precios altos, por la poca competencia que tenía. Yo y mis hermanos en cambio luchábamos con varios comerciantes que remataban sus productos. En realidad la competencia era desleal, incluso entre nosotros, los propios hermanos.
En cambio en invierno era distinto. Mi padre ofrecía pasteles en los paraderos de los micros, mis hermanos y yo nos la ingeniábamos para vender en los micros caramelos y galletas, siempre después de clases. Mis padres no permitieron que faltáramos a clases. Por eso mis hermanos Pedro, Peter y Pablo llegaron a ser maestros. Bueno, en realidad fueron profesionales porque lograron terminar la secundaria, pero solo fue gracias al dinero que yo enviaba puntual que ellos lograron terminar la universidad.
Pero lamentablemente eran épocas en que ser profesional no era sinónimo de un futuro mejor. Mi país era un caos. Un hombre tan guapo como joven e irreverente fue elegido para gobernar. Un noche—dicen sus más grandes detractores—tras dos años de aparente excelente administración se le ocurrió que el Estado debería de tener el control de los bancos, así que un día anunció en uno de esos mítines multitudinarios al cual tenía acostumbrado a sus más acérrimos simpatizantes que nacionalizaría la Banca. Los empresarios banqueros amenazaron con tomar medidas radicales. Pero él digno y fiel a sus principios de izquierda y de igualdad continuó con su proyecto nacionalista. Ese fue el fin de una época decente para los peruanos. El caos, la escasez, las huelgas, los coches bombas que explotaban en cualquier lugar en nombre de la dignidad de los más pobres, los muertos en la sierra, la tristeza de las viudas de los campesinos, de los militares y policías confluían con el desconsuelo de sus hijos, ahora huérfanos en un país que no tenía orden ni ofrecía garantías para sobrevivir.
En ese contexto mis hermanos me solicitaron venirse conmigo a Alicante. Yo ya tenía 25 años de edad, llevaba 7 años en un país que no era el mío y el cual no conocía tanto como cualquiera imaginaría. Vivía en el hotel donde trabajaba 12 horas como mucama. Y aunque los domingos –días de mi descanso--paseaba por los lugares más bonitos de Alicante, así como jamás intenté de niña salir de mi zona de confort y protección de Lima, jamás me animé a visitar lo hermosos lugares que tenía España. Es que en realidad amaba Alicante, me parecía el paraíso prometido. Solo conocía los lugares bonitos de esa zona costera y estaba fascinada por todo lo que mis ojos contemplaban. Edificios inmensos dispersos en la ciudad, señoras elegantes que caminaba apuradas y felices a lugares que nunca descubrí y que ni siquiera imaginaba que existieran.
Pensaba por esos días que uno siempre añora lo que no tuvo. Yo amaba esas playas inmensas y de arenas limpias, lugares ideales para fogatas tertulias entres amigos. Desde el hotel podía ver un castillo, no era tan grande como los imaginé, pero era precioso y estaba frente a mí. Mi timidez no me permitió atreverme a visitarlo.
Mi primer día en Alicante fue inolvidable. En realidad todo comienzo de una nueva vida es inolvidable, pero para mí lo era en especial, porque ser la primera vez que tenía un cuarto para mi sola. Mi tía Cristina, gracias a su honradez y buen servicio, no solo había logrado recomendarme sino que pudo conseguir una buena habitación para mí en ese hotel. Mi tía también vivía en un cuarto junto al mío, con su esposo y su gata Ceci. Mi tía se conmovió tanto al verme llorar de emoción que esa noche me llevó a cenar a un restaurante de la ciudad. Era una fonda modesta—según ella—pero para mí que jamás había ni almorzado en un restaurante, era el lugar más hermoso del mundo. Me es imposible recordar el plato que comimos, pero era un arroz de colores rojizos con harta carne y pollo. Mi tía me dijo que era un restaurante extranjero de los que abundan en los países europeos y que tiene tanta acogida por los españoles. Yo le dije que la comida era lo más rico que había probado en mi vida. “Seguro, probarás mejores manjares. En Alicante se come rico. Además, la comida del hotel es muy buena. Solo tienes que ser honrada y servicial y tendrás tu vida asegurada”, me dijo antes de irse a dormir.
Esa noche no pude dormir. Recordaba la despedida de mis padres esa madrugaba en el aeropuerto. Mi madre no lloraba y solo me abrazaba con una fuerza que me desconcertó, ya que ella siempre fue una mujer muy pequeña y débil. Mi padre, en cambio era alto y de gran fuerza, pero él no mostraba ningún signo de emoción en su rostro. Estuvo serio como siempre. Seguro preocupado porque al día siguiente estaría tan cansado que no iría a vender sus empanadas en el terminar de buses. Mis hermanos no nos acompañaron esa noche, nuestra despedida fue en casa, con solo un adiós con las manos, como si nos fuéramos a ver muy pronto. Ellos hubieran querido que tía Cristina los eligiera, pero ella mandó por mí.
En realidad tía Cristina y yo siempre fuimos muy amigas. Ella era la menor de las hermanas de mamá y fue mamá quien la crio. Pero un día decidió abandonarnos e irse a otro país. Trabajaba en casa de una señora en Miraflores y tenía una amiga dueña de un hotel en Alicante, así que recomendó a mi tía. La señora patrona de mi tía se iba a vivir a Inglaterra, pero pasaría unos meses en España y necesitaba de mi tía para continuar el cuidado de sus hijos en el verano. Ya en Inglaterra no la necesitaría porque los niños estudiarían en un internado. Así que mi tía cumplidos sus 20 años nos dejó. Yo la extrañé horrores. Pero a veces ella enviaba postales de Alicante. Se tomaba fotos en las plazas, en los parques, en la playa, en sus fiestas populares. Ella era muy alegre y sociable, por eso al comienzo me apenaba que en sus fotos siempre estuviera sola. Pero de pronto un día nos envió una postal con su gata Ceci. Luego otra con Juan, con unas palabras que decían: “Con Juan, el verdadero dueño de Ceci”. Ceci, una gata negra, se había perdido y mi tía lo encontró desconcertada en los parques de Alicante. Nunca nos contó la historia, pero meses después envió unas fotos de su boda con Juan. Cuando conocí a Juan los primeros días de mi estadía en Alicante, comprobé por qué tía Cristina lo había elegido como compañero de vida. Era un hombre bueno y alegre, trabajador y responsable, divertido y hogareño. Aún no tenían hijos y ese era su deseo más anhelado. Por eso mandaron por mí. Mi tía dejaría de trabajar en el hotel y yo era su reemplazo. Ellos planeaban abrir un restaurante cerca de la playa. Tenían ahorros y era posible el sueño que mi tía tuvo: ser madre y tener su propio restaurant.
Comprobé por esos años que tía Cristina odiaba trabajar para otros, pero era amable y servicial con la sola ilusión de un día ser libre y poder ser la dueña de su destino. No era una mujer de apegos. Por eso me sorprendía que me quisiera tanto. Durante los años que vivimos en Alicante, yo en el hotel y ella en su negocio, jamás me preguntó por mi padre ni por mi madre y tampoco por mis hermanos. Era como si nunca hubieran formado parte de su pasado. Un día me confesó que las fotos y postales solo las enviaba por mí. Desde que me mudé con ella a Alicante, jamás volvió a mandar otra.
En realidad mi madre la crio desde que llegó a los 13 años cumplidos a vivir con nosotros. Llegó desde el pueblo andino de Ayacucho, quizás con sueños e ilusiones de tener una familia. Pero solo vivió dos años con nosotros. A ella le gustaba cocinar y lo hacía muy rico, pero no le gustaba el negocio de la familia. Era muy tímida y se avergonzaba vender en la calles de Lima. Su dejo de serrana era motivo de burlas entre los transeúntes. Incluso muchos tramposos se iban sin pagarle por las gafas de sol. Algunas noches ella regresaba llorando y pidiendo no salir más. Pero era imposible, todos debíamos aportar en el hogar. A mi madre se le ocurrió la idea de que vendieran dulces en la puerta de la casa, pero igual siempre la desairaban y aunque sus postres eran muy ricos y se vendía todos, las burlas por su dejo y su muy baja estatura eran motivos suficiente para que ella no dejara de llorar todas la noches. Mi madre, que muy de vez en cuando se las ingeniaba para lavar ropa en casas de señoras del barrio limeño de Miraflores, logró colocarla de sirvienta. A los 16 años empezó a trabajar como nana de unos niños, pero pronto también se volvió cocinera, claro con el mismo sueldo, pero con un trato familiar y sensible que hizo que mi tía dejara de llorar por las noches.
Por esos años la vi feliz y alegre. Se volvió muy sociable y muy amiga y líder de las nanas y sirvientas de la zona. Ya su dejo de serrana había desaparecido y sus cabellos eran tan sedosos que yo la veía bella. Era muy querida por la patrona, quien le regalaba ropa que ya no usaba. Como era delgada le encajaban a la perfección, pero por su baja estatura debía de hacer algunos arreglos. Ella se veía muy bella. Al principio nos visitaba todos los domingos y traía comida y fruta rica. Algunas veces me regalaba ropa bonita que yo lucía con coquetería en el barrio. Pero con el tiempo sus visitan fueron más remotas, ella decía que odiaba el barrio, que le traía recuerdos tristes. Y era verdad.
A veces pasaban meses sin verla. Pero yo recordaba los dos años en que compartimos el mismo cuarto con mis tres hermanos. Éramos muy buenas amigas y aunque algunas veces la defendía de la burla de los vecinos, ella siempre fue triste. Algunas ocasiones me llevó a casa de su patrona, siempre en algún cumpleaños de los niños. Yo era feliz con los dulces que emergían provocativos de los grandes muñecones que eran rotos por los cumpleañeros. Era muy feliz, recuerdo. Una felicidad solo comparable con las fiestas de San Juan, que se celebran en junio en Alicante. Y aunque no se rompen muñecos de cartón, lo que se hace es quemar ninots. En realidad es una forma que tienen acá de mandar al infierno las malas energías y en medio de la algarabía, risas y fogatas y más fogatas, no solo se purifica la tierra sino que se honra a los dioses y se agradece las bendiciones divinas al hermosísimo pueblo de Alicante. Son unas fiestas que atraen turistas de todas partes del mundo. Muchos se quedan tan maravillados no solo por las fiestas sino por el clima y el paisaje maravilloso que incluso se quedan a vivir. El clima caluroso y seco, combinado con el mar y el paisaje es un imán para miles de turistas, pero también de inmigrantes como yo, que trabajarán en hoteles y casas, como sirvientes. Pero Alicante ofrece oportunidades de igualdad a todo que tiene el sueño de ser dueño de su propio destino.

Muchos inmigrantes montan negocios de comida, panaderías o tiendas de productos típicos. Mi tía Cristina es una de ellas. Aunque no pudo abrir su restaurante, si logró montar su panadería. Hace ricos postres limeños, como crema volteada, tortas tres leches, alfajores limeños, merengues, leche asada y frejoles colados. A ella, Juan y Ceci, les vas fenomenal durante las fiestas. Venden muy bien. Yo les ayudo algunos domingos, días de mi descanso. Soy feliz en Alicante y en verdad deseo también lograr ahorrar y montar mi tienda. A veces siento nostalgia de mis años de vendedora ambulante en Lima. A veces también extraño a mis hermanos y a mis padres. Pero ellos aseguran estar bien allá. Dicen que un japonés los gobierna y que hay mayores oportunidades para los profesionales como ellos. Ya los cabecillas de los grupos terroristas están presos y que los militares custodian las calles. Dicen que la gente está más feliz y menos triste. Yo les creo, pero les creo especialmente hoy, 24 de junio, día central de las fiestas sanjuaninas, porque soy una convencida de que el poder de estas fiestas que alejan espíritus y malas energías no solo se limita a estas tierras situadas a orillas del Mediterráneo sino en remotos lugares ubicados al otro lado del charco, en el Océano Pacífico.

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